Muerte de Carlos III
En la madrugada del día 14 de diciembre de 1788, Carlos III
murió. Llegó el momento de cumplir con sus órdenes testamentarias, no sin antes
comprobar que de verdad estaba muerto. Y se hizo de forma novedosa por decisión
del ministro de confianza del rey, Floridablanca, que introdujo en el protocolo
funerario algo nunca utilizado en la monarquía hispánica. El investigador
Javier Varela, quizás la máxima autoridad en funerales reales, narra en su
libro “La muerte del rey” que Floridablanca, se acercó a la cama y gritó ante
el cuerpo del monarca: “¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!”. Como el rey no contestó, el
ministro acercó a su cara hasta casi rozar la nariz del supuesto difunto y
repitió las tres voces. Como Carlos III tampoco reaccionó a esta segunda tanda
de llamadas, acercó un espejito a su boca para comprobar que el aliento no lo
empañaba. Y no lo empañó.
Solo entonces Floridablanca redactó el certificado de
defunción, que cosió al testamento, en estos términos: “Cadáver de muerte natural,
sin señal alguna de viviente”. Inmediatamente después comunicó al príncipe de
Maserano, el capitán de la Guardia de Corps que esperaba instrucciones, el
fallecimiento de Carlos III. “¡El rey ha muerto! ¡Pues el rey viva! ¡Doble
guardia a los príncipes nuevos soberanos!”, fue la comunicación oficial de
Maserano a quienes esperaban en palacio. Inmediatamente después, y en presencia
de todos los cortesanos, el capitán de la Guardia de Corps rompió su bastón de
mando en dos pedazos y los dejó en la cama del rey.
Trece horas permaneció Carlos III en su cama. Un tiempo
prudencial para comprobar que, efectivamente, la muerte era real. Fueron menos
horas de las habituales porque su fallecimiento fue natural y la vida se le fue
apagando poco a poco, a lo largo de los días y frente a innumerables testigos.
En el caso de su padre, Felipe V, la muerte fue repentina y se decidió esperar
48 horas para asegurarse de que la defunción era cierta.
Tras la prudente espera, el cuerpo del rey fue introducido
en un ataúd y trasladado a la cama imperial de doble dosel, precisamente la que
cierra la exposición del Palacio Real y la que deja al visitante impactado por
su ostentación. Sedas y rasos bordados con sedas de colores, dorados,
plateados…
El trámite de una a otra cama no se demoró demasiado porque
Carlos III pidió no ser embalsamado. La explicación correcta y oficial dice que
el rey, al igual que casi 30 años había hecho su esposa María Amalia de
Sajonia, rechazó el embalsamamiento por humildad; porque los designios divinos
después de la muerte llevan a la corrupción, y nadie debería evitar retrasar
ese proceso.
Las casi tres décadas de gobierno del rey Carlos III están
consideradas por la mayoría de historiadores y estudiosos del siglo XVIII
español como un paréntesis abierto en medio del proceso de decadencia de la
monarquía; y buena prueba de ello fue el rápido declinar de tanta prosperidad
en cuanto la muerte lo alejó del trono
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